"Parece propio del hombre prudente el poder discurrir bien sobre lo que es bueno y conveniente para él mismo, no en un sentido parcial, por ejemplo, para su salud o fuerza, sino para vivir bien en general." (Aristóteles, Ética a Nicómaco, Libro VI, Cap. 5)

domingo, 18 de diciembre de 2016

APUNTES SCOTO - OCKHAM - MAQUIAVELO

Ud. 6. La crisis de la Escolástica. Nominalismo y Renacimiento. 
1. La crisis de la Escolástica.
En el siglo XIV se inició la crisis de la Escolástica como resultado de la conjunción de diversos factores que coincidieron de manera simultánea.
1. Crisis de la agricultura. Sucesivas epidemias de peste (1348-1353) provocaron una considerable disminución del número de habitantes en el Occidente europeo. Se calcula que un tercio de la población de la época (25 millones de personas), sucumbió ante la virulencia de la Peste Negra.
A esta situación se añadió el agotamiento de la productividad de las tierras de cultivo debido a una climatología adversa, caracterizada por grandes periodos de lluvia seguidos de otros muy cálidos. La agricultura, base económica y, sobre todo, única fuente de alimentación de la población, se resintió.
La población emigró a las ciudades para escapar de las duras condiciones de vida impuestas por los señores feudales. Como consecuencia se produjo, de manera paulatina, el derrumbe del feudalismo y la recuperación de las antiguas ciuda­des como nueva forma de estructurar la vida en sociedad. Este proceso coinci­dió en el tiempo con la aparición de los nuevos Estados y la sustitución de la primacía política y social del señor feudal por la de los monarcas absolutos.
2. Refuerzo del poder de los monarcas. En el aspecto político, el siglo XIV estuvo condicionado por la guerra de los Cien Años entre franceses e ingleses, las dos grandes potencias de la época. Este con­flicto agravó la pobreza de la población y reforzó esa nueva organización políti­ca basada en Estados poderosos regidos por monarcas con mucha autoridad.
3. Separación entre el poder papal y el de los reyes. En el plano religioso, el siglo XIV supuso el final de las relaciones de coopera­ción entre el poder papal y el de los reyes, y la división interna en el seno de la Iglesia católica, que culminó con el Cisma de Occidente en 1378, fecha en la que la Iglesia católica pasó a estar bajo dos papas al mismo tiempo, uno en Roma y otro en la ciudad de Aviñón.
4. Resquebrajamiento de la armonía entre fe y razón. Se produjo un resquebrajamiento de la armonía entre fe y razón que la monumen­tal obra filosófica de santo Tomás de Aquino había logrado.
a. Reapareció el averroísmo y su defensa de la teoría de la doble verdad.
b. En el seno del cristianismo se produjo un retorno a lo espiritual, a lo mís­tico, propugnado por franciscanos, que pretendían recuperar el rigor inicial y fundacional de su orden basado en el espíritu de absoluta pobreza. A es­tos franciscanos se les denominó «espirituales» (Vs. «convenuales») y, entre ellos, destacó Gui­llermo de Ockham.
Esta tendencia mística rompió la uniformidad de la enseñanza escolástica en el seno de las universidades. El espiritualismo se presentó como algo dis­tinto a la teología y, por tanto, alejado de los rigores de los dogmas.
En la Universidad de Oxford, el misticismo espiritualista se combinó con el fervor inusitado por el estudio empírico de la naturaleza, lo que implicó un progresivo abandono de la metafísica como saber central.
c. El nominalismo representó la disolución definitiva de los presupuestos bá­sicos de la Escolástica. Estas circunstancias condicionaron la vida y el pen­samiento de Ockham, representante máximo de lo que hemos denominado nominalismo. Sin embargo, por su importancia, nos ocuparemos antes de Juan Duns Scoto, otro franciscano que, en algunos aspectos, inició el aban­dono de las tesis clásicas del tomismo y, en otros, propició el germen de lo que se convertirá en la nueva actitud filosófica nominalista.

2. Juan Duns Scoto.
Este franciscano escocés nació en 1266 y se educó en las universidades de Cam­bridge, Oxford y París. Falleció joven, a la edad de cuarenta y dos años, en la ciudad de Colonia. Su obra, inconclusa y abierta a diversas interpretaciones, encierra el germen de esa disolución definitiva entre fe y razón y los cimien­tos de lo que vendría después: el nominalismo de Guillermo de Ockham. Tam­bién refleja una profunda crítica a las nociones básicas tomistas referidas a las relaciones entre fe y razón y a la posibilidad de un conocimiento directo de las cosas y no por medio de la abstracción. El sustento básico de la filosofía de Sco­to y el porqué de sus críticas deben entenderse desde lo que el Doctor sutil considera la «voluntad de Dios».
El pensamiento de Duns Scoto es complejo, por lo que, para contextualizar la actitud nominalista, partiremos de un ejemplo: Dios podría haber creado el mundo de otra manera, ya que la creación es un acto libre de su voluntad, y lo mismo podríamos afirmar sobre la ley natural. Así, hubiera sido posible un uni­verso sin ley de gravedad o una ley natural que nos dictara que matar es bue­no. La revelación, en este caso, habría sido distinta. Recordemos que, para santo Tomás, esto no es así. El intelecto divino predomina sobre su voluntad. Dios tuvo que crear tal y como lo hizo y la ley natural ser como es porque re­fleja la lógica de esa inteligencia divina. Sin embargo, para Scoto ese «no ma­tarás» -o el posible «matarás»- constituye solo una verdad revelada y no alcanzable por la razón, ya que habría sido posible un mundo en el que matar estuviera permitido. Fe y razón poseen, por tanto, un objeto distinto de cono­cimiento y no pueden convivir en armonía. Lo que tiene que ser creído, por el hecho de tener que ser creído, no puede ser demostrable.
La posible demostración racional del «no matarás» supondría la negación de la libertad de la voluntad de Dios.
Este «voluntarismo divino» se refleja en la concepción de Scoto sobre el ser humano. Recordemos que, para santo Tomás, la razón prevalece sobre la voluntad: se quiere aquello que es conocido prime­ro, es decir, no se puede querer lo que no se conoce. El Bien es aprehendido de manera intelectual y la voluntad se adhiere a él.
Para Scoto, la libertad reside en la voluntad, y esta se autodetermina a sí mis­ma y no en función del bien presentado por el entendimiento. Esto conlleva im­portantes repercusiones sobre la relación que las criaturas pueden tener con Dios. El acercamiento a Dios sería entonces una cuestión de amor más que de co­nocimiento y, con esta tesis, Duns Scoto se aproximaría a su vez al pensamien­to de san Agustín.
La teoría del conocimiento de Duns Scoto acepta la tesis tomista de la abstracción como proceso de conocimiento de los universales; sin embargo, afirma que también es posible un conocimiento de las cosas particula­res, en su existencia actual y en presente, por medio de la intuición.
Así, Duns Scoto reabrió el problema y se aproximó a una de las tesis fundamentales del nominalismo: el conocimiento intuitivo o evidencia de lo particular y contingente.

3. Guillermo de Ockham.

3.1. Biografía.
Guillermo de Ockham (1296-1349), natural de Ockham u Occam, sur de Lon­dres, nació a finales del siglo XIII, quizás en la fecha indicada, aunque no dispo­nemos de datos muy concretos, y falleció en Múnich a causa de la Peste Negra.
Si bien se desconocen muchos detalles de su biografía, no ocurre así con su pensamiento, aunque este sea poco sistemático y se centre más en su demole­dor ataque contra las tesis tomistas, predominantes en su época, que en la ela­boración de un nuevo modelo filosófico.
A pesar de los escasos datos biográficos que poseemos, destacan en la vida de este pensador diversos acontecimientos que, en cierta manera, explican el pro­ceso formativo de su pensamiento:
1. Durante los años pasados en la Universidad de Oxford, primero como estu­diante y después como profesor, se apasionó por e1 misticismo espiritual y por el método empírico como modo de acercamiento a la naturaleza. Como ya se ha señalado, Ockham perteneció a los franciscanos «espirituales».
La influencia de Duns Scoto hizo que profundizara en la visión de un Dios eminentemente voluntarista. Este voluntarismo, llevado a sus últimas con­secuencias, sería el punto de partida del pensamiento de Ockham y la base de toda su posterior crítica a la Escolástica.
2. La polémica que suscitaron sus comentarios docentes sobre las Sentencias de Pedro Lombardo. En ellos, tarea tradicional en la enseñanza de la épo­ca, ya manifestó un pensamiento de ruptura hacia la armonización entre fe y razón alcanzada por el pensamiento de santo Tomás.
3. La acusación de herejía que recayó sobre él, en 1324, por el contenido de estos cometarios y por otras obras en las que criticaba la actitud del papado. Fue acusado por el propio canciller de la universidad y llamado a capítulo a Aviñón por el papa Juan XXII.
Esta acusación no obtuvo ningún resultado, pero las disputas doctrinales entre espirituales y conventuales agravaron su situación y tuvo que huir a Baviera para buscar refugio en la corte de Luis IV que había protagonizado un duro enfrentamiento contra el Papa. Desde esta época, Ockham consa­gró sus esfuerzos a la elaboración de obras de marcado acento político, como su Tratado sobre el poder imperial o su Diálogo entre un maestro y un dis­cípulo sobre el poder del emperador y el del Papa.

3.2. El voluntarismo divino.
Guillermo de Ockham acentuó el voluntarismo esbozado ya por Scoto, para lo que se apoyó en el atributo de la omnipotencia divina: Dios es todopode­roso. Este poder debe manifestarse en todo su actuar y, especialmente, en su obra creadora. La creación constituye un acto divino que ha de gozar de una libertad absoluta. Si Dios hubiese tenido algún tipo de limitación a la hora de crear, no sería omnipotente.
Relacionemos ahora dicha afirmación con las tesis tomistas acerca de la crea­ción. Según santo Tomás, Dios ha creado el mundo en un acto libre y volunta­rio, El ha creado por amor y, también, porque es omnipotente. Esto último no significa que cree de cualquier modo, pues Dios no puede contradecirse a sí mismo. Ser omnipotente significa poder hacer todo lo que sea posible y, por tanto, lo imposible no podría ser hecho. Plantear que Dios no es omnipotente porque no puede hacer cosas imposibles es desconocer qué significa, realmen­te, la omnipotencia. En la mente divina no cabe, por decirlo de algún modo, lo imposible. En el pensamiento de santo Tomás resulta evidente la preeminencia del intelecto divino sobre su voluntad. No podría concebirse entonces un mundo creado en el que matar fuera algo bueno porque contradiría el modo de proceder de Dios. Y lo mismo ocurre con las leyes físicas que rigen el mundo o con la ley natural impresa en el corazón de los seres humanos. Estas leyes son así porque derivan de la misma esencia divina y, por tanto, no pueden ser de otro modo. La libertad es absoluta en Dios en el sentido de que podría haber creado o no haberlo hecho. Una vez que Él decide crear, sería una contradic­ción que lo hiciera en unos términos distintos a los presupuestos esgrimidos.
Ockham, por el contrario, sostiene la primacía de la voluntad divina sobre el entendimiento. La voluntad divina es pura libertad salvo en aquello que conlle­ve contradicción. Pero esta última tiene para Ockham matices distintos a los argumentos formulados por santo Tomás. Dios podría haber creado de otra manera y haber dado lugar a un mundo con distintas leyes físicas y naturales. La contradicción solo debe remitirse a aquello que afecta a Dios como tal, no a lo que depende de su voluntad.
Este voluntarismo teológico configura un nuevo horizonte moral en el actuar humano. Bueno, por tanto, sería todo aquello que Dios ha dispuesto que lo sea. Así, los actos humanos, por sí mismos, no son ni buenos ni malos. Solo cabe aceptar, en un acto de voluntad humano, esos designios de Dios, pues lo mor, no puede ser explicado desde la razón. El voluntarismo divino fundamenta un voluntarismo ético en el que adquiere especial relevancia la conciencia individual de cada ser humano. Esta deberá moldearse de acuerdo con esos designios creadores de Dios. Si la conciencia está bien formada, no existe la posibilidad del mal, aunque el individuo pueda actuar de forma inadecuada, ya que Dios ha aceptado esta posibilidad de errar en el modo de actuar del ser humano.
¿Dónde podría darse, entonces, contradicción en Dios? Una vez establecido el orden de lo creado (orden querido por la voluntad divina), Dios no puede cam­biarlo, porque eso supondría que actuaría contra su propia voluntad, lo que sería una arbitrariedad y, por tanto, una contradicción que, desde esta perspectiva, no parecería posible.
El hecho de que el voluntarismo divino sea absoluto trae consigo una serie de consecuencias que ponen en entredicho los propios fun­damentos que sustentaban la filosofía escolástica y que, en el desarrollo del pensamiento de Ockham, se concretan en los dos principios:
* Principio de experiencia.
* Principio de economía.
Antes de comentar las líneas básicas de estos dos principios, es necesario expli­car cómo queda configurado ese mundo creado por esa voluntad divina, des­crito según el planteamiento de Ockham:
Todo lo creado es una absoluta contingencia, no solo en el sentido primigenio de lo que se entiende por con­tingente, sino en términos absolutos.
El mundo es como es, pero podría haber sido de otra manera; por tanto, este mundo ockhamista no tiene ninguna consistencia ontológica. Así pues, no sería posible explicar ese mundo con los conceptos metafísicos propios de la filosofía escolástica, ya que no hay esencias, ni causas ni finalidades.
Podríamos hablar de esencias si suponemos que la creación es reflejo de unas ideas ejemplares que subyacen en el mismo Dios. Un individuo es lo que es porque tiene una esencia que le hace ser humano y no otra cosa. Esto sería así por la preeminencia del intelecto divino sobre su voluntad, tal como lo con­cibe santo Tomás. Ese ser humano podría no existir -en esto radica la contin­gencia tomista-, pero, aunque no exista, la esencia de ser humano siempre sería la misma, porque está así configurada en la mente de Dios.
Recordemos que santo Tomás distingue entre esencia y existencia. Ockham extiende la contingencia no solo a la existencia, sino también a la esencia, de acuerdo con la primacía que concede a la voluntad.

3.2.1. Principio de experiencia.
Si Duns Scoto afirmaba la posibilidad de un conocimiento abstractivo, al modo tomista, pero también consideraba posible un conocimiento de lo particular mediante la intelección intuitiva…, Ockham sostuvo la imposibilidad de la abstracción y defendió una teoría del conocimiento basada en el conocimiento intuitivo o eviden­cia inmediata. La ausencia de consistencia ontológica en lo creado implica la sola existencia de cosas singulares y particulares.
El conocimiento no sería entonces más que evidencia de lo particular, de lo contingente. Esta evidencia procede de la visión directa de las cosas, que se captan por los sentidos y son conocidas directamente por el intelecto sin ne­cesidad de intermediarios. El conocimiento no necesitaría, por tanto, de los universales obtenidos por abstracción a partir de las formas de acuerdo con la tesis aristotélico-tomista.
La metafísica quedaría de este modo despojada de todo carácter científico, ya que versa sobre realidades que no son cognoscibles. De esta premisa se des­prenderían, pues, importantes consecuencias que, de manera directa, incidi­rían en esta crisis del pensamiento escolástico.
El ser no sería un término análogo, sino unívoco, ya que solo existen cosas particulares, y no sería posible ascender desde las criaturas hasta el ser por sí mismo que, según las tesis tomistas, es Dios. La sustancia solo consistiría en aquello que percibimos de manera inmediata por la intuición, incluidos sus ac­cidentes, y no en una composición de materia y forma. La causalidad no se po­dría inducir, ya que no tenemos una evidencia empírica de la misma.
En cierta manera, Ockham fue el precursor del empirismo de la Edad Mo­derna. Sin causalidad no hay finalidad, con lo cual todo el universo tomista, en el que Dios sería principio y fin de todas las cosas, se derrumba ante los pre­supuestos de Ockham. Con todo, Ockham también defendió la existencia de cierto conoci­miento abstractivo, pero como resultado de ese conocimiento intuitivo y que prescinde de la existencia o no existencia del objeto conocido. Lo utilizaría­mos cuando enunciamos generalidades sobre individuos de una misma clase: Juan, Inés, Óscar y Carmen son seres humanos.

3.2.2. Principio de economía.
Guillermo de Ockham inauguró una nueva forma de hacer filosofía conocida como vía modernorum, (vía moderna), frente a la vía antigua representada, principalmente, por el pensamiento de santo Tomás. Esta vía moderna presen­ta unos rasgos que configuran lo que se denomina principio de economía:
1. En una explicación no deben seguirse más pasos que los estrictamente ne­cesarios, ya que la explicación más simple siempre será la más probable o la más acertada. Todo lo superfluo, por tanto, deberá ser rechazado. Este prin­cipio se conoce como navaja de Ockham, pues corta o desgaja todo aquello que resulte innecesario a la hora de explicar cualquier realidad.
2. Este principio se deriva del voluntarismo y del conocimiento intuitivo ockhamista, pero lo importante en este punto consistirá en concretar qué entiende Ockham por superfluo o innecesario, ya que determinará la es­cisión definitiva entre fe y razón.
3. La teología, por tanto, solo podrá ocuparse de los datos revelados por Dios y que constituyen el sustento de la fe, pues no hay experiencia empírica di­recta de 1a inmortalidad del alma, de los atributos de Dios, ni siquiera de su propia existencia. Estas realidades, como muchas otras, se presentan como objeto exclusivo de la teología, ya que, al no ser cognoscibles, la razón no puede decir nada sobre ellas. La teología no necesita de la razón, pues si la necesitara supondría que la revelación de Dios ha sido deficiente.
4. La filosofía se ocu­paría de esas otras realidades que sí pueden ser conocidas por una intuición directa y sobre las que la teología no tendría nada que aportar.

3.3. El nominalismo.
Para Ockham, el conocimiento sería intuitivo y no el resultado de un proce­so de abstracción, sino la consecuencia de una intuición directa del objeto. La abstracción consistiría en un proceso natural del entendimiento mediante el cual representamos un conjunto de objetos concretos. Cuando afirmamos que Juan es hombre y que Pedro es hombre, hombre no sería un universal fru­to de un proceso de abstracción, sino solo un término, un nombre con el que designamos una característica común a Pedro y a Juan.
El nominalismo criticó el realismo moderado defendido por santo Tomás y defendió que los universales no son entidades que existan en las cosas y que, al mismo tiempo, sean objeto de conocimiento, sino que no son más que meros nombres con los que nos referimos a un conjunto de cosas similares.
¿Qué aportarían entonces los universales? Un sentido extensivo a las cosas. Juan o Pedro pertenecen a un conjunto que denominamos, de forma genéri­ca, hombre. Sobre qué sea hombre no se podría afirmar nada. Así, el nomina­lismo entendido como el conjunto del pensamiento de Ockham supondrá una nueva concepción del conocimiento científico y el germen de lo que se deno­minará la ciencia moderna, que se apartará de las consideraciones aristotélicas que configuraban el concepto de ciencia de la época.
Estas aportaciones surgieron de los avances propugnados por seguidores de las tesis de Ockham, como Juan Buridán, Alberto de Sajonia y Nicolás de Ores­me, todos ellos pensadores del siglo XIV y profesores de la Universidad de Pa­rís, que incidieron en la crítica de la física aristotélica y propiciaron la introducción de la inducción como método de conocimiento.
La inexistencia de universales, entendidos según el modo aristotélico-tomis­ta, imposibilita el desarrollo de un proceso deductivo de conocimiento, pues la deducción expresa un universal que se concreta en un particular. Se hace necesario, por tanto, partir de la experiencia particular para, de este modo, in­ducir un conocimiento general.
Así, por ejemplo, la noción de causalidad -base de las vías demostrativas de la existencia de Dios propuestas por santo Tomás- carece de fundamento, ya que no sería posible observar dicha noción en la realidad. El nominalismo supone, por tanto, una crítica global a la filosofía escolástica porque aplica esta crítica en todos los planos: teológico, metafísico, científico y moral.

4. El Renacimiento.
Se entiende por Renacimiento la etapa histórica que comprende el tránsito de la Edad Media a la Edad Moderna. Suele situarse entre los siglos XV -en el año 1453 se produce la caída del Imperio bizantino tras la invasión de Constanti­nopla por los turcos- y XVI.
Aunque estas divisiones sean artificiales, pues los cambios que suscitan un nuevo orden social nunca surgen de una manera espontánea o inmediata, facilitan el estudio y la comprensión de la historia.
Así, el nominalismo del siglo XIV rompió con la herencia escolástica y, en este mismo siglo, surgió un pre-Renacimiento literario en Italia con autores como Dante Alighieri, Francesco Petrarca o Giovanni Boccaccio. También en la Italia de mediados del siglo XIV se inició un movimiento de carácter cultural _el humanismo_, encaminado a formar nue­vos intelectuales que basarán su aprendizaje en los escritos griegos originales y prescindirán, en la medida de lo posible, de las traducciones e interpretacio­nes realizadas durante la Edad Media.
En esta época de transición se produjo un cambio paulatino de las estructuras sociales, políticas y religiosas que precisaría de una extensa explicación para contextualizar de forma adecuada el pen­samiento moderno posterior. De todo ello sin embargo, nosotros nos centraremos en los aspectos básicos de la teoría política de Maquiavelo.

5. Nicolás Maquiavelo.

5.1. Biografía.
Maquiavelo nació en Florencia el 3 de mayo de 1469 y falleció en esa misma ciudad en 1527. Su azarosa vida, rica en viajes y experiencias políticas, le per­mitió, no obstante, nacer y morir en una ciudad a la que amaba de manera apa­sionada y que formaba parte esencial de una Italia, fragmentada en diversos Estados, que necesitaba ser unificada y consolidada. De familia noble y culta, pero con escasos recursos económicos, recibió una esmerada formación hu­manística, según la impronta renacentista, basada en el estudio de los clásicos griegos y latinos.
Los primeros años de su vida transcurrieron bajo el dominio absoluto de los Medici en la ciudad en Florencia. En 1494, coincidiendo con la invasión de Florencia por Carlos VIII de Francia y con el destierro de Piero II de Medici, ocupó un puesto de funcionario que conservaría hasta 1512.
Entre 1494 y 1498, Girolamo Savonarola, prior de San Marcos en Florencia, asumió el gobierno de la República florentina hasta 1498, año en que fue depuesto. Maquiavelo ejerció diversos cargos públicos y se le encomendaron distintas misiones diplomáticas en Francia, Alemania e Italia. Esta experiencia cimentaría sus posteriores escritos políticos.
En 1512, la intervención de las tropas españolas derrocó el poder republicano y restauró de nuevo el poder aristocrático de los Medici. Maquiavelo pasó en­tonces a ser considerado un peligro para los intereses de esta familia poderosa e influyente, por lo que fue encarcelado, inhabilitado para la política y, final­mente, desterrado. Paradójicamente, fue en este momento cuando comenzó su periodo más fructífero: escribió El príncipe (1513), Discursos sobre la pri­mera década de Tito Livio (1512-1517) y El arte de la guerra (1519).
En 1521, después de ser amnistiado a causa del interés demostrado por el papa León X debido a los elogios que Maquiavelo había dirigido a los Medici en El príncipe, de nuevo fue acusado de cons­pirar contra el poder establecido. Falleció en 1527, olvidado, denostado y sin conocer la enorme trascendencia que, con el tiempo, tendría su obra política.

5.2. El pensamiento político de Maquiavelo.

5.2.1. El Realismo Político.
El pensamiento político de Maquiavelo se resume en su obra El príncipe, si bien este debe comprenderse desde los presupuestos esgrimidos en sus Discur­sos sobre la primera década de Tito Livio.
En El príncipe Maquiavelo defiende la república como forma ideal de gobierno y menciona, a modo de ejemplo, la antigua República romana. Esta afirmación, que parecería contradictoria con los postulados de una obra titulada así (nada más ale­jado de una república que una monarquía), queda patente en sus páginas.
La Italia de Maquiavelo estaba fragmentada y so­metida al poder de monarcas extranjeros. Lejos se hallaba, por tanto, el anti­guo esplendor de Roma, dueña de todo el orbe conocido y exponente del máximo apogeo posible para un sistema político. Maquiavelo anhelaba aquella gloria y, por tal motivo, volvió su mirada hacia la grandeza de Roma y de su república como la forma de gobierno que propició su gran prosperidad.
Sin embargo, la república no era una forma de Estado posible en un territorio que, como el de la Italia de su época, estaba dividido. Resultaba necesaria, por tanto, de forma transitoria, la figura de un príncipe que aglutinara bajo su ca­risma y su autoridad un Estado fuerte y cohesionado. El príncipe se presenta, así, como un tratado que señala la estrategia que debe seguir cualquier gober­nante que se precie de serlo para la consecución de dicho Estado.
Explicada esta posible contradicción, Maquiavelo desarrollará su teoría polí­tica y desglosará las cualidades que han de acompañar a cualquier príncipe.
Debido a la situación política y social de su tiempo -de desintegración nacio­nal y de predominio de la corrupción-, y a los desmanes entre la clase políti­ca con el beneplácito de un pueblo con la misma falta de moral que sus dirigentes, se hacía necesaria una regeneración dirigida por un príncipe que empleara, en su oficio, todos los medios, incluso la fuerza bruta, para restable­cer el nuevo orden social.
Para ello, el príncipe tenía que prescindir de cualquier consideración moral o ideo­lógica y basar su acción política en el propio análisis de la situación. Este no sería, por tanto, de cariz metafísico, sino que se presentaría como el resultado de una ma­nera específica de ejercer el poder. Maquiavelo partía de un realismo político y, de este modo, inició un nuevo estilo de entender la actividad política.

5.2.2. El ejercicio del poder.
Para Maquiavelo, este análisis tenía que llevarse a la práctica según una serie de postulados o ideas básicas indispensables no solo para conseguirlo, sino tam­bién para mantenerlo.
La política es una ciencia. La ciencia estudia la realidad y, a partir de esta ob­servación, desprende una serie de leyes que la explican y que permiten adelan­tar hechos futuros. La política tendrá que ser una ciencia que estudie esas regularidades para poder obtener el mayor beneficio posible de ellas. Al ana­lizar las formas tradicionales de gobierno, expuestas por la filosofía griega y por sus sucesivas generaciones, se comprueba que se pasa de un estado político a otro para volver al inicio, y así sucesivamente.
Maquiavelo extrae como conclusión que el mejor régimen político sería una mezcla de monarquía, aristocracia y democracia, como sucedió, según su aná­lisis, en Roma. El realismo de Maquiavelo se pone de manifiesto en este aná­lisis, ya que no se conforma con describir cómo deben ser las formas políticas, sino que también expone por qué llegan a ser lo que son. Veamos:
1. Análisis de la condición humana. Según Maquiavelo, el ser humano cae en los mismos errores porque, esencialmente, es malo. El gobernante debe partir de esta condición para conocer, de manera eficaz, al pueblo que ha de gobernar y para no engañarse con planteamientos optimistas acerca de la bondad de sus súbditos.
Existe el orden político porque hay vicios. Una humanidad ejemplar no nece­sitaría del ejercicio del poder, por tanto, el gobernante debe ser maestro en do­sificar brutalidad y cortesía a la hora de ejercer su poder. Solo todo aquello que resulte útil para ejercerlo, o para obtenerlo, será considerado como bueno.
2. Promulgación de leyes. La condición humana descrita exige la promulgación de leyes que obliguen a todos los ciudadanos de un Estado a actuar de acuer­do con el bien común, no de los ciudadanos, sino del Estado en su conjunto. Estas leyes han de tener presente la maldad propia del ser humano y estable­cer mecanismos rigurosos de control para velar por su cumplimiento.
3. Virtud frente a fortuna. En ciertos ambientes humanistas se consideraba la fortuna o el azar como la causa última de los acontecimientos y, por tanto, ha­bía que resignarse ante los infortunios.
Maquiavelo se resiste a esta tesis tan difundida y, frente a la fortuna, propone la necesidad de la virtud. Esta ha de entenderse no al modo escolástico, sino como un sinónimo de resolución política que golpee y dome esa fortuna, que no pue­de ser una excusa para dejar de decidir. Así, lo peor para un gobernante sería to­mar una decisión intermedia, como si en el justo medio estuviera la virtud.
4. Medios y fines en la acción política. Aunque Maquiavelo nunca enunció la famosa frase «el fin justifica los medios», su pensamiento político queda pa­tente en dicha afirmación. El fin del Estado consistiría en la vida en paz de sus ciudadanos y en la prosperidad económica y, para conseguirlo, será lícito em­plear medios inmorales si las circunstancias lo exigieran. La ética quedará, por tanto, relegada del ámbito político.

5. Nueva concepción del Estado. El Estado es soberano y no estará supeditado nun­ca ni a sus ciudadanos ni a ninguna instancia de orden divino. La razón de ser del Estado no es más que el propio Estado. Por ello, este debe procurarse los medios militares y económicos para su subsistencia. De igual modo, el Estado posee auto­ridad suficiente para utilizar, según su propio beneficio, el poder espiritual que la Iglesia y las creencias religiosas ejercen y para convertirlas en valores cívi­cos. La obra de Maquiavelo supone la vertebración ideológica de los Estados absolutistas y, al mismo tiempo, la consideración de la política como una cien­cia autónoma desvinculada de ascendientes morales y religiosos. Maquiavelo es precursor del pensamiento político moderno.

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